Estaba yo en la puerta de la cocina. A mi lado izquierdo está el pasillo que conecta el inodoro de los gatos con la sala; a mi derecha, la cocina. Bien. Yo acababa de poner galleticas en los cuencos de los felinos, así que me sorprendió que entrara Roberto a la cocina a reclamar por comida. Le dije que sus galletas estaban en el cuenco y apunté por un dedo, haciendo el trayecto imaginario desde la cocina hasta los cuencos. Roberto me miró primero el dedo, después a mí, y se echó a andar hasta la puerta. Ahí nuevamente me miró y le insistí con el dedo: "Ahí, ahí, en tu cuenco". Pues miró hacia el cuenco -hacia donde apuntaba el dedo- y se dirigió a comer.
Eso fue hace unos días. Hoy le indiqué el cuenco con el dedo y volvió a hacer lo mismo, es decir, me mira el dedo, me mira a mí, y se dirigió hacia el cuenco.
Cuando llegaron los españoles a América, confundieron algunos a los monos con gatos. Así, en algunas crónicas de esa época en que se habla de gatos, en realidad están queriendo decir monos.
Roberto tiene mucho de mono. En lo travieso, en lo inteligente, en lo curioso, en lo torpe. Ayer se colgó de una cortina de mimbre; también trató de escalar un librero, sin éxito. Se metió detrás de un librero y lanzó al suelo la mitad de ellos. Lo sorprendimos tratando de encaramarse a una tabla que había en su cuarto de baño, con el propósito aparente de lanzarse desde ahí sobre las dos hermosas plantas que han sobrevivido la invasión felina.
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